lunes, 1 de septiembre de 2014

Siempre queriendo algo de que dudar, enemiga de cristalizar certezas que estallarán como espejos, en miles de pedacitos dolorosos de mí misma. Estoy nadando en un mar espeso y me duelen los brazos, y ya no estoy tan deseosa del sol. Acerco una mano a su espalda suave y desnuda y me siento lejos de ese sol, espesamente sumergida en un mar de sábanas y oscuridad, y me pregunto por qué se me hace este nudo en la garganta, por qué quiero llorar como un bebé recién nacido, violentamente echado al mundo áspero. Pero la espalda de ella no es áspera, es suave, suave como el silencio y perfumada como un día sin miedos, y su suavidad me hace sentir más desolada todavía, más ansiosa de llorar como un niño que no alcanza un caramelo; y sospecho que no voy a alcanzarlo nunca, ni aunque pase la lengua por cada centímetro de piel, ni aunque mis dedos penetren con ansiedad en su interior cálido (mientras me pregunto si sería más feliz con un pedazo de carne entre las piernas, como dijo Simone y odié), y está bien, sé que no hay algo que encontrar, ni aunque intente devorarla desde el centro mismo de su cuerpo, desde la selva lúbrica que me acalora pero donde me siento como una invasora ajena. No hay nada que encontrar excepto esta angustia que crece y se dispara como dardos venenosos, inconfundibles, que me avergüenzan. Intento hablar y balbuceo, y si fuera por mí rompería todo, todo, gritando y destrozando lo que encuentre hasta sentir que la angustia y la vergüenza se han ido por lo menos por un segundo, que se alejan de mi cuerpo que siento cubierto de una película viscosa y de mi mente ensombrecida a todas horas, no a todas, sino sobre todo en esas donde algún cuerpo desnudo aparece, enfrentándome a mi propia humillación. Me llega, como la menstruación, el impulso de empujarte muy lejos, y ya no sé si es para proteger a quién, si a vos o a mí o a una que soy yo pero ya no.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario