Siempre queriendo algo de que dudar, enemiga de cristalizar
certezas que estallarán como espejos, en miles de pedacitos dolorosos de mí
misma. Estoy nadando en un mar espeso y me duelen los brazos, y ya no estoy tan
deseosa del sol. Acerco una mano a su espalda suave y desnuda y me siento lejos
de ese sol, espesamente sumergida en un mar de sábanas y oscuridad, y me
pregunto por qué se me hace este nudo en la garganta, por qué quiero llorar
como un bebé recién nacido, violentamente echado al mundo áspero. Pero la
espalda de ella no es áspera, es suave, suave como el silencio y perfumada como
un día sin miedos, y su suavidad me hace sentir más desolada todavía, más
ansiosa de llorar como un niño que no alcanza un caramelo; y sospecho que no
voy a alcanzarlo nunca, ni aunque pase la lengua por cada centímetro de piel,
ni aunque mis dedos penetren con ansiedad en su interior cálido (mientras me
pregunto si sería más feliz con un pedazo de carne entre las piernas, como dijo
Simone y odié), y está bien, sé que no hay algo que encontrar, ni aunque
intente devorarla desde el centro mismo de su cuerpo, desde la selva lúbrica
que me acalora pero donde me siento como una invasora ajena. No hay nada que
encontrar excepto esta angustia que crece y se dispara como dardos venenosos,
inconfundibles, que me avergüenzan. Intento hablar y balbuceo, y si fuera por
mí rompería todo, todo, gritando y destrozando lo que encuentre hasta sentir
que la angustia y la vergüenza se han ido por lo menos por un segundo, que se
alejan de mi cuerpo que siento cubierto de una película viscosa y de mi mente
ensombrecida a todas horas, no a todas, sino sobre todo en esas donde algún
cuerpo desnudo aparece, enfrentándome a mi propia humillación. Me llega, como
la menstruación, el impulso de empujarte muy lejos, y ya no sé si es para
proteger a quién, si a vos o a mí o a una que soy yo pero ya no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario