martes, 2 de septiembre de 2014

Hola de nuevo, angustia de los mil colores. Me agarrás del cuello con esa suavidad que no puedo resistir, y me siento como una secuestrada que le dice por teléfono a sus hijos que está bien. Ahora ya no sé salir de este pantano sucio sin parecer una loca o una bebé, y soy un poco ambas, lo sé y no quiero escucharlo en boca de alguien más. Juego a elegir caminos y elijo primero el que está afuera, el huir apresurado antes de sentir más, antes de empezar a sangrar, aunque ya siento un corte microscópico en el pecho, aireándose de vez en cuando, doliendo en la intimidad de las 4am. No puedo enfrentarme a esto, ni siquiera con palabras. Me pregunto si habrá algo más patético que una leprosa escondiendo sus escaras. Por alguna razón creo que eso tiene un poco más de dignidad que dejarlas a la vista de todo el mundo, aunque quizás por una vez lxs leprosxs deberíamos gritar al sol nuestras heridas, salir del lazareto inmundo donde nos confinan. Y al intentarlo la vergüenza y la culpa me enloquecen, siento la sal cocinándose en mi sangre y el deseo de volver a la naturaleza primigenia que me cure, a recibir el bálsamo verde y negro de la tierra, a olvidarme de mis primeros pasos tortuosos fuera del agua y replegarme como un renacuajo. Te sería sincera si pudiera, si no sintiera este terror: estoy paralizada, tengo miedo de seguir y tengo miedo de parar. Quiero acariciar tu piel hasta que no notes que te arranco la piel a dentelladas, quiero buscar ese imposible en tu carne perfumada, eterna hasta que se borra con la luz insoportable del día y veo que no te tengo y que tampoco quiero tenerte porque no sos vos la que me interesa sino algo que está más allá y por alguna estúpida razón sigo buscando adentro tuyo en tu humedad interna que me obsesiona y repugna como tu mente, tu corazón escondido y abierto como el mío que no encuentro aunque lo intente. Me destroza no poder decirte que te odio en tu reflejo odioso de mí misma, que detesto el cuerpo inverso que se dibuja al acariciarte, la boca que siente tu boca y acaricia con su lengua deseosa la mía que detesto y de la que no puedo desprenderme. Mi cuerpo no es utópico, Michel, quiero tu cuerpo sidoso y tu cabeza deformada, tu torpeza frente a un auditorio que escucha con la boca abierta. El tuyo está ahí al hacer el amor, reconcilia la (pequeña) muerte y el espejo. El mío no está aquí, por mucho que lo intente.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Siempre queriendo algo de que dudar, enemiga de cristalizar certezas que estallarán como espejos, en miles de pedacitos dolorosos de mí misma. Estoy nadando en un mar espeso y me duelen los brazos, y ya no estoy tan deseosa del sol. Acerco una mano a su espalda suave y desnuda y me siento lejos de ese sol, espesamente sumergida en un mar de sábanas y oscuridad, y me pregunto por qué se me hace este nudo en la garganta, por qué quiero llorar como un bebé recién nacido, violentamente echado al mundo áspero. Pero la espalda de ella no es áspera, es suave, suave como el silencio y perfumada como un día sin miedos, y su suavidad me hace sentir más desolada todavía, más ansiosa de llorar como un niño que no alcanza un caramelo; y sospecho que no voy a alcanzarlo nunca, ni aunque pase la lengua por cada centímetro de piel, ni aunque mis dedos penetren con ansiedad en su interior cálido (mientras me pregunto si sería más feliz con un pedazo de carne entre las piernas, como dijo Simone y odié), y está bien, sé que no hay algo que encontrar, ni aunque intente devorarla desde el centro mismo de su cuerpo, desde la selva lúbrica que me acalora pero donde me siento como una invasora ajena. No hay nada que encontrar excepto esta angustia que crece y se dispara como dardos venenosos, inconfundibles, que me avergüenzan. Intento hablar y balbuceo, y si fuera por mí rompería todo, todo, gritando y destrozando lo que encuentre hasta sentir que la angustia y la vergüenza se han ido por lo menos por un segundo, que se alejan de mi cuerpo que siento cubierto de una película viscosa y de mi mente ensombrecida a todas horas, no a todas, sino sobre todo en esas donde algún cuerpo desnudo aparece, enfrentándome a mi propia humillación. Me llega, como la menstruación, el impulso de empujarte muy lejos, y ya no sé si es para proteger a quién, si a vos o a mí o a una que soy yo pero ya no.